Recopilación y Prefacio por Ernesto Adduci
Prefacio | Los Relatos
CCS-HAV

Alberto Quirós
Publicista
Mi primer viaje fue a Panamá en 1972
Klaus Maria Brandauer cruzaba borracho el lobby del Hotel Nacional.  Aunque La Habana estaba de manteles largos celebrando su Nuevo Festival de Cine, el actor austriaco no estaba bien.  Se veía abotagado, su piel transpiraba profusamente, su gordura no encajaba con la imagen que de él yo tenía de la gran pantalla.

—¡El malo de James Bond! —pensé—. —Era con Roger Moore o con Sean Connery.  No me acordaba.

Tropezaba contra el gentío que llenaba el majestuoso ícono cubano.  Había tomado de más.  Demasiado.  Un par de mulatas de esas a las que las piernas les nacen de los sobacos le servían de muleta.  Otro par de rubias en el grupo reían mostrando sus dentaduras europeas.  Siempre pensé que en Costa Rica tenemos mejor ortodoncia.  Brandauer estaba en la ciudad para presentar su película Mario und der Zauberer, Mario y el Mago, un film anti-fascista que él había dirigido en el 94.  El espectáculo era surrealista en toda la extensión de la palabra.

Yo nunca había estado en Cuba.  Era mi primera vez.  El viaje había sido, por decir poco, convulso.

Había salido de Caracas hacía poco más de tres horas, en un tiempo en que Venezuela no era como Cuba, sino que hacía todo lo que había que hacer para algún día serlo: daba la impresión en esos tiempos que algunos venezolanos mostraban más interés por memorizar la última colección de Dolce & Gabbana que las variables sociales de su país.  Después de tres días de esas reuniones llenas de Power Points y Exceles que te dibujan demográficamente sociedades que no conocés del todo bien y no afectan la creatividad que vas a hacer, porque ya hablaste con la gente en la calle, había que correr al aeropuerto de Maiquetía para coger un avión a La Habana.

Resulta que teníamos un posible cliente en Cuba.  Unas semanas antes nos habían dado el brief y había llegado el momento de presentar.  Coincidió la fecha con esta reunión en Venezuela, así que mejor.  Viajar a La Habana desde Caracas debía ser interesante.

Esos aeropuertos grandes sudamericanos son tuanis, no hay duda.  Raros, pero tuanis.  La sala de espera estaba abarrotada.  Los pasajeros se aglomeraban cerca de la puerta como si el vuelo fuera a salir antes por la presión de la gente.  Un rótulo escrito a mano como esos de las manifestaciones sin plata rezaba “LA HABANA Y SANTO DOMINGO”.  Obviamente ahí estaba la causa del desorden.  Yo mismo me metí a la pelota para preguntar.  Yo no iba para Santo Domingo.  Después de como media hora de zozobra y bulla –en esa época todavía no había aprendido a no estresarme en aeropuertos– una representante de la hoy extinta VIASA tomó un megáfono y se subió a una de las sillas de la sala de espera.  Con acento pipi venezolano, de esos que se parecen más a los de las misses que a los de Tele Sur de hoy, nos avisó que los pasajeros de ambos vuelos –el de La Habana y el de Santo Domingo– seríamos llevados en autobuses a una zona remota donde se encontraban ambos aviones.  Allí cada uno subiría al suyo.  El ruido se redujo... bastante, pero no del todo.  Todavía había cierta incomodidad entre los pasajeros puesto que no habían asientos asignados en los boletos.

Finalmente llegó el momento.  Esta vez fue un hombre quien tomó el megáfono y nos pidió entrar a los autobuses.  Su acento era menos de miss y más de Tele Sur.  Ya tú sabe’. 

Bajamos las gradas y allí estaban dos autobuses enormes.

—¿Cuál es el de Santo Domingo? ¿Cuál es el de La Habana?, gritaban los pasajeros al unísono empezando otro desorden parecido al de hace un rato.

El representante de la aerolínea gritaba a todo pulmón que todos íbamos a ser trasladados a nuestros aviones juntos y que una vez allí nos separarían.  Una negra de esas grandotas caribeñas, como las que uno ve en Panamá, gorda, matrona, se acercó al hombre del megáfono y lo empezó a regañar como pocas veces he visto que alguien lo haga. 

—¿Y por qué no metes a los de La Habana en una de las guaguas y a los de Santo Domingo en otra de una vej?  ¡No entiendo pa’ que nos tienen en este juego!  ¿Que no te das cuenta el lío que estás armando!

—No se preocupe, señora.  Es mejor así para que no haya confusión.

—¡Solo tú sabe’, chico! —pensé—.

Los buses partieron por una calle lateral a la pista y se adentraron en el terreno del aeropuerto.  La verdad nunca me había tocado que un bus nos llevara tan lejos a un avión.  En El Dorado era cosa de todos los días, como en el D.F., pero nunca tan lejos.  Los buses tomaron velocidad y se metieron en la oscuridad.

Algunos minutos pasaron y no veíamos adónde íbamos... ni los aviones ni otra terminal.  Al fondo se oyó un “¡¿Es que nos van a llevar en guagua hasta Dominicana!?” con ese tono de ‘papa en la boca’ que tanta gracia hace. Muchos nos reímos, pero la señora que venía a la par mía se agarró más fuerte del rosario.  Era una señora como de esas de las novelas, blanca, de peinado de micrófono abombado, con saquito de sastre, de esas que se ve que van a misa más de una vez por semana. 

—No se preocupe, señora, todo va a salir bien.
—Yo sé, pero siempre me pongo nerviosa —contestó. 

—¡Claro! Mejicana —pensé—.  La única otra opción hubiera sido que fuera chilena.  Los latinos nos pasamos diciendo que todos somos iguales y somos diferentísimos.  Somos iguales entre grupitos, pero nunca tan diversos en la generalidad.  Es como cuando uno ve un pantalón kaki con camisa celeste Polo en un aeropuerto europeo.  Latino de multinacional...  a güevo.

Finalmente vimos dos 727 a lo lejos.  Uno con el logo viejo de VIASA, el otro con el nuevo.  Los dos aviones viejos.  Al bajar del bus oímos los gritos de los azafatos y azafatas: ¡La Habana a la izquierda!  ¡Santo Domingo a la derecha! ¡La Habana a la izquierda!  ¡Santo Domingo a la derecha…!

—Apropiado.

La cosa es que subimos por las gradas.  Todos en carrera.  Había que tomar el asiento que fuera.  Quien llegaba primero primero escogía.

—¡Qué despiche!

Ya en el pasillo del avión, volaban los maletines.  Parecía que ya había experiencia en esto de no tener asientos asignados.  Desde la puerta tirabas el maletín o la bolsa, o lo que fuera y donde cayera era tu campo.  Al final ni falta hacía, el vuelo no iba lleno. 

El avión empezó a rodar sin que todavía todo el mundo estuviera sentado.  No hubo aviso de seguridad ni nada de nada.  El aeropuerto de Maiquetía es uno de esos aeropuertos militares que tienen esas pistas larguísimas, así que el avión fue tomando velocidad de una, sin detenerse a nada, hasta que de pronto estábamos en el aire.  El sol se ponía por el lado izquierdo.  Esos celajes sobre el Caribe que son medio sosos, como desteñidos.

Entre tanto desorden no había tenido tiempo de ver alrededor.  El avión volaba.  Eso era algo.  Los asientos estaban todo luyidos, la luz del pasillo parpadeaba y mi cinturón de seguridad estaba amarrado al asiento con alambre galvanizado. 

Al cabo de como media hora o tal vez más, el capitán abrió el micrófono.  Finalmente alguien nos iba a decir algo.

—Buenas tardes, señoras y señores, les habla el capitán.  Nos encontramos ya a once mil metros que será nuestra altura crucero de camino a La Habana.

—¡¿La Habana?! —se oyó tremendo grito al frente—. ¡Si yo voy para Santo Domingo!

—¡Coño! –se oyó un susurro como dos filas atrás—.

 

_____________

La taxista giró el Lada para descubrir tras el parabrisas ese monumental edificio.  El Nacional, cual escenario de Hollywood, se mostraba diametralmente diferente a como yo imaginaba La Habana.  Al fin y al cabo, yo había sido educado por el lado derecho de la acera y Cuba era malo:
—En Cuba se mueren de hambre.  —En Cuba son comunistas.  —Solo las putas pueden entrar en los hoteles en Cuba.  Los hermanos tienen que esperar afuera mientras tanto para cobrar después.  —Sí, la medicina es buena, pero no tienen ni para una Panadol.

Las perseguidoras como las del logo de 20th Century Fox alumbraban el cielo.  Luces de colores iluminaban las palmeras que escoltaban el camino de la entrada.  Las dos torres icónicas de este edificio creado por el mismo arquitecto que diseñó el Waldorf Astoria brillaban con una luz blanquísima que las disparaba contra el cielo como una descripción de Ayn Rand.

—Demasiado loco.  ¿Adónde estamos?

La taxista me había explicado hacía un rato que las cosas habían estado muy mal después de la caída de la Unión Soviética.  Toda la ayuda económica había sido cortada de cuajo.  El sistema había colapsado como si alguien hubiera echado una tuerca en un piñón.  Ahora las cosas seguían mal, pero por lo menos las autoridades eran un poco más flexibles con quien se la jugaba un poco.  Antes, si te agarraban taxiando, ibas para la cárcel de fijo.  Ahora, dormías un día en la delegación y ya.  Obviamente la taxista se deshizo en detallar explicaciones de cómo ella sí era una taxista formal y que todos sus papeles se encontraban en regla.

Los barrios por los que me condujo desde el José Martí —nombre de prócer como el Juan Santamaría— eran superoscuros.  La luz salía con un dejo débil anaranjado de las casas más que de las lámparas de alumbrado público, que aún encendidas no alumbraban nada.  En las aceras se dibujaban las siluetas de los vecinos en las calles.  Desde el taxi, todos parecían descalzos.  No estaba seguro si así era, pero así se veían.  En los espacios que se abrían entre grupo y grupo había escombros muy difíciles de reconocer.

Fue en los días siguientes que con la luz del día pude ver que se trataba de ladrillos viejos y piedra sacada en escombros de los edificios, probablemente para abrir campo o simplemente para limpiar alguna pared caída por allí.  Pero esa noche no podía distinguir bien, así que parecía rarísimo todo.  Los almendrones –como llaman los cubanos a los carros gringos de los años 50– también dibujaban sus siluetas entre los escombros.  Yo me sentía como en una versión subdesarrollada de Mad Max y por un instante me pregunté si debía sentir miedo, porque todos los códigos de alerta estaban ahí: oscuro, gente vagueando en las esquinas, escombros, carros viejos.

El destartalado Lada seguía su camino.  Parecía que íbamos soplados y me fijé en el espidómetro que si acaso marcaba cuarenta kilómetros por hora.  Yo me asomaba por la ventana al tiempo que la taxista, una cubana de esas enormes, guapetonas, que parecen que son el hombre de la casa, me iba contando sus congojas, de cómo tenía tres críos de tres hombres diferentes, que los tres habían decidido dejarla sin avisar y de cómo ella sabía dónde estaban y que parecían estúpidos, porque la única forma de perderse en Cuba era subiéndose a una balsa.

Hasta ahí todo calzaba con lo que yo sabía.  Cuba era pobre y el cubano no era feliz.

Por eso, al dar la vuelta el Lada y descubrir la majestad de El Nacional, se me hizo un corto circuito en el cerebro.  La cantidad de luz que despedía la escena era comparable con la de Times Square... bueno, un poquito menos, pero por allí.

Con los días que siguieron al primero y otras visitas más, llegué a entender que la lógica cubana es otra.  Como el día que viajaba en un taxi con Nelson y Luis Pedro en otro viaje.  Veníamos bajando la 23 hacia el Habana Libre.  El tema era el típico de mujeres que si son guapas o no lo son, que si joden o no lo hacen, que si joden, pero son guapas no importa… lo típico.  El taxista venía bien callado, pero poniendo atención.  En el espejo retrovisor podía verse cómo seguía la conversación con mucho detalle.  Al llegar a un semáforo en rojo, detuvo el taxi y en una pausa comentó: —Mi esposa es fea, ¡pero gorda!  ¡Lógica maravillosa!  ¡Su esposa no era bonita, pero sí era gorda!  La expresión de satisfacción en su cara era impresionante.  Era como la de quien ganó.

Otro día, en otro viaje que no estaba Nelson, pero sí Luis Pedro, mientras estábamos en el Komodoro, que era el restaurante donde la gente de bien de La Habana solía concurrir por las noches a conversar y tomarse unas copas, nos vimos metidos en una discusión surrealista en la que una persona de alto nivel del gobierno sostenía que era mejor “ser el dueño del cien por ciento de cero que cualquier porcentaje de cualquier otro número”.  Obviamente la definición de gente de bien en La Habana es diametralmente diferente a la misma definición en cualquier otro país.  No se trataba de gente de plata o de abolengo, o lo que fuere a lo que estábamos acostumbrados, pero sí de gente intelectual, pensadores con poder que se resistían al cambio en la Revolución por razones de… plata.  El concepto de Patria adquiere una dimensión totalmente nueva y poderosa cuando lo que importa es hacer lo que a uno, como país, se le dé la gana; que a nadie se le ocurra ni por un instante sugerir que hay que negociar nada con nadie.  Esta definición me quedó clarísima un sábado en la Feria del Libro en la Plaza de Armas al final de Obispo cuando no me acuerdo si fui yo quien empezó o mi amigo Ruslan, el cubano preparado que conocí allí, quien fue el que metió conversona y me explicaba que lo más importante en la vida de cualquier persona es saber que su patria lo cobija, y que por eso había que luchar por ella… y que por eso admiraba a don Pepe Figueres.

El taxi se detuvo en la entrada tras la rotonda de El Nacional.  Por la puerta principal salían los hermosos compases de un mambo que en este momento no recuerdo si era de Benny Moré.  —Son diez pesos.  —Tome quince.  Muchas gracias.  —Ay, bendito, gracia’ a ti, que la pases bomba.

Klaus Maria Brandauer cruzaba borracho el maravilloso lobby de El Nacional.  Aunque La Habana estaba de manteles largos celebrando su Nuevo Festival de Cine, el actor austriaco no estaba bien.  Jalando mi valijilla de viaje crucé el espacio hacia la recepción y a la izquierda, al fondo, vi a Jaime, Rudy y Luis Pedro muertos de risa en una mesa en la terraza.  Habían llegado de San José como a las tres de la tarde y ya estaban comenzaditos.  Nunca olvidaré el grito de bienvenida… —¡Betoooo!  ¿¡Viste la maravilla de lugar!?

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