Recopilación y Prefacio por Ernesto Adduci
Prefacio | Los Relatos
CONCIERTO ABORDO
Arturo Pardo
Músico y Periodista
Mi primer viaje fue a Kansas City en 1998
Ohio era un destino desconocido para este viajero. No había mayores referencias e incluso, cuando le había mencionado a alguien que aquel sería el lugar para tomar unas cortas vacaciones, la pregunta repetida en cada ocasión era: “¿Para qué va a ir a Ohio? Ahí no hay nada que ver”.

Es cierto, tal vez no es el lugar con las mejores atracciones o con la mayor fama entre las opciones de viaje hacia Estados Unidos, pero para este costarricense, aquella semana habías dos grandes motivos para visitar aquel lugar. 

Era julio del 2013 y por cuestión de suerte, Ohio tendría en cuestión de cinco días a dos de mis artistas musicales predilectos. Así, el estado ubicado en la frontera norte estadounidense de repente se convirtió en un lugar subjetivamente.

Aunque estaba decidido a emprender el viaje en solitario, mi buen amigo Roy no pensó dos veces en acompañarme, sin saber tan siquiera a qué músicos iríamos a ver. Roy es un viajero incansable, un aventurero empedernido. La yunta se complementaba conmigo, un viajero casual, no muy atrevido, a veces estresado, a veces apurado, pero no en aquel viaje.

Cleveland se muestra como una ciudad atrapada en el tiempo. El que conoce esta capital desde la carretera verá muchas fábricas que parecen haber cerrado sus puertas años atrás, se verán algunos molinos a los lados de la carretera, como los elementos más modernos del paisaje. Cleveland, no es particularmente bella, pero con el sueño de ver a un artista de gran admiración, aquellos detalles pasan a ser secundarios, irrelevantes, fáciles de ignorar.

Los habitantes y los renos que se ven correr sin mucho temor por los suburbios le dan otra cara a la ciudad. Cleveland se embellece por la calidad humana y por la fauna que se cruza sobre el asfalto e incluso se atreve a esconderse detrás de los garajes de los vecindarios, como nuevos inquilinos del barrio.

Aquellos parajes donde la ciudad y la no ciudad comparten casa, era el mejor lugar para establecer como base de operaciones, aunque el primer concierto sería varios kilómetros al norte. Un pequeño escenario, en el bar restaurante de un pequeño viñedo tuvo por primera vez como invitado al veterano Shawn Phillips.

Ahí estábamos dos ticos en medio de un público plagado de señores mayores. En la guitarra y la voz, el que estaba era Shawn, un bombero voluntario radicado en Sudáfrica, desde que en Estados Unidos dejaron de programarlo en la radio, después de que las lámparas dejaran de iluminarlo en grandes tarimas y las grandes disqueras dejaran de interesarse en sus discos, que fueran principalmente exitosos en la década de los setenta.

Sentado al frente, en solitario Phillips repasó, una a una, todas las piezas que yo le hubiera pedido. Cantó, además otras de su último disco, el cual yo apenas había comprado en la recepción de lugar. Soy malo para las letras, pero pude tararear todas las que conocía a pocos metros de él. Me levanté de mi asiento y le tomé fotografías a escasos metros. Le aplaudí a escasos metros. ¡Vaya noche!

El cielo de Ohio se puso rosado como nunca antes había visto el firmamento. Las hojas del viñedo se tiñeron de un verde intenso, como uno que nunca antes había visto sobre esta tierra. El entorno, armonizado por la voz de aquel hombre solitario, se escuchó como nada que hubiera escuchado antes.

El concierto fue largo y el buen Shawn Phillips atendió uno a uno a quien quisiera fotografiarse con él. Me comporté como el mayor fan. Le dije que había viajado desde Costa Rica solo para verlo por primera y –seguramente– última vez. Le hablé por 15 minutos y me pidió que le ayudara a acomodar y guardar sus juguetes musicales. Me dio resumidas recomendaciones y me recordó la posibilidad que tiene la música de unir a personas de lugares distantes.

El viaje iba muy bien.

Pasaron dos días y el segundo concierto, en Kettering, estaba por comenzar. Mi amigo Roy y yo, una vez más, parecíamos ser los más jóvenes del aforo.

En un anfiteatro (The Fraze Pavillion) se presentaría Brian Wilson, líder, cantante y cofundador de la legendaria banda The Beach Boys.

El señor, entrado en años, ingresó al escenario con lentos pasos. Lo acompañaron casi una decena de músicos, entre los que sobresalían otros dos miembros de la alineación original de la banda fundada en los sesenta.

Las camisas floreadas, los collares “hawaianos” y la alegría pintaban el lugar. El sol era radiante sobre aquel brillante escenario en un inolvidable jueves. Barbara Ann, God Only Knows, Good Vibrations. Todos esos temas inigualables se escucharon no solo en mis oídos, si no también en mi corazón. Ahí resonaron y las imágenes de lo que ocurría en el escenario se convirtieron en fotografías que no puedo dejar de revisitar en mi cabeza. El viaje iba más que bien.

Dos horas de música emotiva le pusieron la cereza al pastel en aquella travesía en la que pude apreciar en vivo y a todo color a dos artistas veteranos que había soñado con conocer.

Aquel viaje fue corto, e incluyó algunas visitas a lugares de atracción turística de rigor, pero lo más importante en aquel recorrido internacional fue descubrir la capacidad de impacto sentimental que nunca antes había experimentado a través de la música.  Desconocía hasta entonces la fuerza que pueden tener las melodías cuando todo el entorno está acomodado y dispuesto para su apreciación.

A Ohio no sé si volvería, pero desde entonces me prometí revivir experiencias similares con un viaje anual en busca de más disfrute musical. Estoy seguro de que mi misión será interminable, pero siempre placentera.

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