Recopilación y Prefacio por Ernesto Adduci
Prefacio | Los Relatos
CUATRO MOMENTOS
Carlos Sequeira
Músico, Publicista y Empresario
Mi primer viaje fue a Colombia en 1972
Hace cuarenta y tantos años se dio una inocente conversación de mi maestra de tercer grado y un compañero:

“¿Qué querés ser cuando seas grande?

“Quiero ser turista”

“¿Turista? ¿Y cómo es eso?”

“Sí, es que los turistas siempre se ven felices”

Esa ocurrencia de un escolar, que en su momento no parecía nada trascendente, se quedó grabada en mi memoria y a como he ido “madurando” y viajando, se ha convertido en un recuerdo cada vez más presente por lo cierto de la afirmación. Cada vez que me convierto en turista y más si lo comparto, soy feliz.

Esta felicidad proviene no solo de disfrutar los monumentos e íconos de los distintos destinos, sino de lo que éstos nos comunican cuando nos enfrentamos a ellos.

Viajar… una maravilla. Lástima que no se pueda tanto como uno quisiera. A veces por falta de tiempo, la mayoría por falta de plata. No obstante la vida nos pone las oportunidades, es cuestión de buscarlas y aprovecharlas.

No hace mucho y sin planearlo, una serie de circunstancias nos llevaron a Paula, mi esposa y a mí a decidir por fin, cruzar el Atlántico y conocer algo de Europa… Francia, de eso se trata este relato.

No quiero que esto se convierta en un crónica de un viaje, describiendo cada encuentro con los obligados atractivos de ese país, pues para esto mejor leer cualquier folleto turístico que presentará espectaculares gráficas y una mucho más rica descripción de los monumentos y paisajes de lo que yo pueda escribir, se trata de compartir la revolución interna que cuatro momentos de esos encuentros me provocaron.

 

El primero. Tuvimos la suerte de no empezar nuestro recorrido por los típicos lugares turísticos de esa bellísima tierra, más bien entramos por Aubais,  un pueblito del sur, de 2500 habitantes y con la principal característica de ser un pueblo medieval. Estar ahí nos llevó a recorrer algunas ciudades vecinas como Sommiers, Nîmes y Aix-en Provance.

Hospedarnos en una casa construida hace 600 años fue una sensación extraña… saber que en ese lugar, lo que hoy es una residencia de una familia normal del siglo XXI, allá por los 1500’s era ocupada por un popular carnicero.

Saber que las piedras de esa casa fueron colocadas seiscientos años antes por algún albañil medieval, que por esa desgastada escalera de caracol trasegaron todo tipo de carnes, que el artesanado del techo fue lo que sirvió a esa gente para despedir la noche y saludar al día, que esas chimeneas y los gruesísimos muros los protegieron de las inclemencias del tiempo… para mí era una alucinación… tocar esa esas paredes… devolverse en el tiempo…

En los alrededores, callejones y arcos centenarios. Cruzar el Río Vidourle por el puente romano, construido en el Siglo I, la Roma francesa, con sus icónicas Maison Carrée, construida en el año 16 AC y que hoy todavía en uso, es un museo/galería. La Arena de Nîmes, anfiteatro con más de 2000 años de existencia originalmente utilizada para gladiadores y corridas de toros,  hoy para espectáculos como Dire Straits, Rammstein y Metallica. Simplemente apabullante. Quedé mudo, con toda nuestra insignificancia expuesta ante ese torrente de historia.

Después de una intensa semana de regresiones y de sentirme flotando en el tiempo llegó el momento de enfrentar a la gran ciudad… ¡La Ciudad Luz!

Tres horas en un tren rápido, con paisajes de película, castillos, viñedos, ovejas, entre sueños y hambres, por fin París.

Un rápido acomodo en el hotel, y una obligada compra de guantes y bufandas para aplacar el intensísimo frío que nos comía y a caminar.

El segundo. No era lo que más me atraía del viaje pero se convirtió en mi recuerdo más presente. Poco a poco se fue descubriendo… no sé si era la luz de la tarde de un frío día de febrero o mi ignorancia de que justo ahí y en ese instante me lo encontraría… lo cierto es que ese momento, esa visión, marcaron para siempre mi imagen de París…

Despacito se fue desnudando ante nosotros, a la velocidad de la escalera eléctrica de la estación de Etoile que nos subía a la Avenue des Champs-Elysées. Sabía que lo íbamos a ver, pero no me lo esperaba de esa forma ni en ese momento.

La vista del Arco del Triunfo me dejó mudo. ¡Imponente! Ahí empezó nuestra aventura, que no es muy diferente a la de cualquier turista que haya estado ahí pero para mí, algo totalmente único. De repente se agolparon en mi cabeza las narraciones de las faenas napoleónicas que alguna vez estudié en el colegio, hasta imágenes que cronológicamente no concordaban pero que se hicieron presentes… no sé por qué.

No puedo dejar de contar que un guarda de seguridad nos invitó a subir al museo en los altos del Arco y confiadamente lo hicimos. No reparamos que no había un elevador disponible y que el ascenso de 50 metros lo haríamos por una estrechísima escalera de caracol, sin descansos para recuperar el aliento y con 200 turistas asiáticos, en perfecta condición física, subiendo detrás de nosotros,  tropezándose con mi lengua.

El tercero. Yo, que soy bastante insensible a las artes que no son música, quedé paralizado, extasiado, quedé rendido ante las profundas pinceladas de Van Gogh.  ¡Qué sensación! De verdad no quería moverme. Pocas veces algo ha ejercido tal fascinación en mí, porque no solo se trata de la belleza de una obra, sino del poder que tiene de trasladarlo a uno a la campiña a ver una noche estrellada, o a un campo de girasoles, o estar frente al autor, con ganas de darle la vuelta para ver si de verdad le faltaba una oreja.

El cuarto. La muerte y la vida. Estando en París no podía dejar pasar la oportunidad de ir a saludar a un amigo que me ha acompañado en momentos importantes de mi existencia y que fue fundamental cuando descubrí que quería ser músico. Mientras transitábamos en silencio las callejuelas del Cementerio Pere Lachaise iba mentalmente tarareando… “Este es el fin, mi amigo”, “El tiempo de dudar terminó”, “Aprende a olvidar, aprende a olvidar”.

Finalmente llegamos. Ahí, como en una segunda fila, sin mayores rótulos ni reflectores, como si no quisieran que la viéramos, estaba la lápida…

James Douglas Morrison – 1943 – 1971

La tumba nada especial, un retrato y algunas flores, pero ¡Qué momento! Fueron solo 5 minutos frente a esa, su última casa pero sentí un agradecimiento tan grande. Por las palabras… por la música.

Las sensaciones relatadas fueron acompañadas por lo esperable de una visita a París: buen vino, foto en la pirámide del Louvre, buen vino, selfie con La Mona Lisa, buen vino, tirarse de panza buscando la toma espectacular de la Torre Eiffel, buen vino, tomarse un café carísimo en la avenida de los Campos Eliseos, buen vino, comer una buena crepa, buen vino, paseíto en barco por el Sena, buen vino, caminar en Montmartre y subir -eso sí por el funicular- a la Basílica de Sacré-Coeur, buen vino, maravillarse con los excesos del Palacio de Versalles, buen vino, recorrer la ciudad en un bus abierto y después de tanto vino, preguntar por el jorobado en la Catedral de Notre Dame.

¡Regreso a casa!

Todos los viajes, los buenos y los no tanto dejan una marca. Después de cada uno de ellos algo ha cambiado dentro de nosotros, siempre según lo veo, para bien, para crecer. Aprovechen cada vez que puedan.

No fui tan astuto como mi compañero de tercer grado y no me hice turista profesional, pero le agradezco profundamente a la vida cada vez que puedo ejercer temporalmente, aunque sea de manera empírica.

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