Recopilación y Prefacio por Ernesto Adduci
Prefacio | Los Relatos
TRES HERMANOS

Ernesto Adduci
Publicista y Productor de Conciertos
Mi primer viaje fue a Israel en 1998
Ernesto Adduci Bárcena nació en 1936 en Lomas de Zamora, Provincia de Buenos Aires Argentina. Vivió su infancia en una casa llena de vida y de gente en la Avenida Hipólito Irigoyen, junto a primos, hermanos y tíos, de ellos el más famoso Alberto Gómez (o Alberto Adduci), reconocido cantante de tango quien fuera el primer actor de la historia en una película de aquel país y quien tuviera un romance con la hija de Batista, dictador cubano.  

Durante su adolescencia, Juan Domingo Perón subió al poder y ejerció durante nueve años, complicados para un muchacho que no compartía lo que entendía de los preceptos de su partido. El 16 de Julio de 1955 Ernesto estaba en las cercanías de Plaza de Mayo para el bombardeo de la Casa Rosada que terminaríaen el exilio de Perón. Trabajaba en la Ford Motor Co. en la que, después de los eventos políticos y luego que terminara su servicio militar, no había más trabajo. En fecha olvidada cerca de 1958, abordó un barco y salió a buscar fortuna hacia países que desconocía. Pasó temporadas en Venezuela, Guatemala y otros lugares, hasta que llegó a Costa Rica. Conoció a Cecilia Cerón Cordero y se casó con ella. En 1971 tuvo un hijo. Por cosas de la vida perdió contacto con su familia argentina, lloró la muerte de sus padres a miles de kilómetros de distancia e imaginó suerte parecida para sus hermanos y amigos.  Hasta Febrero del 2001 no supo nada de ellos, de su casa o cualquier referencia a su pasado a orillas del Río de la Plata.
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Llegué al Juan Santamaría a abordar un avión de Taca que me llevaría a Buenos Aires. Era el verano austral del 2001, el mes de Febrero para ser exactos. Siempre había querido ir a Argentina pues la sangre llama. Mi padre era argentino y su espíritu y sus historias siempre me hicieron parte de aquel país. Su rock fue el que más me gustó siempre y su futbol el que me apasionó. Había hecho muchos amigos en viajes anteriores y el reencuentro iba a hacer del viaje algo especial.

Era un viaje de trabajo, uno de esos en que mucha gente de muchos lados se reúne para hacer poco, pero era en Argentina y eso bastaba. No recuerdo bien la llegada a Ezeiza, pero recuerdo que me quedaba en un hotel al final de Calle Florida, frente a la Estación Retiro y la Torre de los Ingleses. Lo primero que hice fue caminar Florida y en un restaurante de una esquina cualquiera me comí un bife chorizo con una cerveza fría. Estaba sólo y como siempre que estoy sólo en un país nuevo comencé a hablar con la gente de las mesas contiguas.

Tenía un par de horas de estar en Argentina cuando pregunté por Lomas de Zamora, barrio en que mi padre había nacido y vivido toda su existencia porteña. En minutos estaba en el asiento trasero de un auto que pasaba por Avellaneda y se acercaba a Lomas. Tenía una dirección, que podría no estar correcta y así parecía. Al llegar al número de aquella casa que papá tantas veces había descrito, no existía. Algo andaba mal, la casa era un parqueo. Lo único que quedaba más o menos cerca era una tienda de instrumentos musicales. Yo en aquel momento hacía Rock Fest y me relacionaba mucho con músicos, así que lo vi como un presagio. Entré al lugar y traté de ordenar mis pensamientos. No estaba muy claro de qué iba a preguntar. Le conté al dependiente la historia y el me preguntó mi nombre. Al mencionar el apellido Adduci, el hombre llamó a alguien al que decían Pipo. Pipo Adduci. Hasta la fecha no se su nombre de pila.

Relaté de nuevo la historia con puntos y comas, pero ninguno de los nombres de mis tíos resonaba. Cuando estaba a punto de darme por vencido, recordé que papá me dijo que preguntara por el “Chín”. En aquel momento también desconocía su nombre de pila. Al decir esas cuatro letras se abrió la puerta. El Chín (hoy Carlos Adduci) era uno de los mejores amigos del padre de Pipo, a quien llamaban Perico. Acordamos que el llamaría a su padre para que llamara al Chín y ver como terminaba todo. Le di mi número de habitación y quedamos de estar en contacto.

El cuarto de hotel miraba al aeropuerto, así que se veían los aviones salir frente a uno. Uno tras otro. Me serví un trago, prendí un cigarrillo y miré los aviones pasar y de reojo el teléfono. Esa noche no sonó. Al día siguiente y después de mi reunión y reencuentro con algunos amigos volví al hotel a cambiarme, no tenía mensajes. Minutos después sonó el teléfono. El hombre al otro lado del auricular se presentó como Chín. Le conté mi historia, empatamos datos y nos dimos cuenta que acabábamos de hacer algo importante. Habíamos reunido a los Adduci, al menos a dos. Lo invité a venir al hotel la tarde siguiente, cosa que hizo.

Yo en aquel momento no sabía que Chín había subido a su auto y manejado los 300 kilómetros que separan Mar del Plata de Buenos Aires. De hecho no sabía que Mar del Plata estaba separado por 400 kilómetros de Buenos Aires, ni que Chín vivía en Mar del Plata.

Don Carlos Adduci se presentó en el lobby del hotel con su nieto German, un niño. Imagino que lo trajo para hacerle compañía, pero también para presentarle a un familiar distante de una tierra más distante. Tomamos un café, compartimos algunas historias y acordamos continuar el contacto. Lamentablemente Chín no sabía nada de mis tíos Susana y Roque, de sus hijos (mis primos hermanos) o nadie más. Se comprometió a buscarlos, vivos o muertos, no sabía por dónde empezar, pero ese día yo supe que ese señor amable los iba a encontrar.

A la mañana siguiente me ofrecieron un trabajo en Chicago, donde hoy vivo. En 48 horas cambió mi vida por completo. Familia nueva, trabajo nuevo. Buenos Aires, San José, Chicago. 
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Ya había viajado junto a papá varias veces, no muchas, pero suficientes como para saber que fuera de las fronteras ticas era una caja de sorpresas. Esta vez íbamos solos, él y yo, sin mamá. Teníamos una misión, un trabajo por el apellido, por la sangre, cosas que sólo nosotros entendíamos.

Ya teníamos unas 48 horas en Argentina y estamos en un autobús camino a Córdoba, con parada en Santa Fe para comer. Yo estaba sentado un poco más atrás que papá y el Chín, quienes no paraban de hablar mientras yo miraba una terrible película de la que no recuerdo el nombre. Ver a los dos viejos hablar de la vida tenía que ponerme la sonrisa enorme en la cara. Hablaban poco del presente, se concentraban en un periodo de tiempo que había pasado hacía unos 50 años. Todo lo que decían olía a guardado, pero también a felicidad. Eran cosas que sólo ellos sabían, cosas que en décadas no pudieron contarle a nadie más. Nunca voy a saber lo que se siente eso, pero me alegró muchísimo el haberlo motivado.

En Córdoba nos esperaban el resto de los Adduci. Los hermanos de papá, mis tíos Susana y Roque;  sus hijas, mis primas, todas ellas mujeres. Personas con primer grado de consanguinidad a quienes nunca había visto. Una familia instantánea.

El viaje fue muy largo, unas catorce horas. Salimos a la mañana y llegamos a la estación en Córdoba cerca de la medianoche. Poco más que cansados, pero esto no importaba. Tomamos un taxi que nos llevó al hotel, dejamos las cosas y nos fuimos de inmediato a la casa de una mujer de más de setenta que era mi tía.

Siempre quise saber que podía pasar por la cabeza de mi viejo en ese trayecto hacia Avenida Colón. Dejó a un niño de 10 años, a su hermanito, al que lo veía para arriba, del que era su héroe, igual que todos los hermanos mayores son héroes. A una hermana apenas en sus veintes, recién casada, quien lo adoraba. Estaba a punto de verlos, casi cuarenta y cinco años más tarde, completamente adultos, transformados física y emocionalmente por el torbellino que es la vida en cuatro décadas y media. Irreconocibles.

Cada vez que cuento la historia mis interlocutores se conmueven, porque nadie ha vivido una experiencia así. ¿Qué hubiera pasado si algún día se cruzaban en la calle, tal vez en los noventa? ¿Se reconocerían? ¿Sería la sangre tan fuerte? ¿Habrían odiado a papá por nunca haber vuelto, por no haber llamado o escrito? ¿Lo habrían abofeteado?

La puerta de uno de esos elevadores viejos se abrió en el quinto piso. Un perro ladró y siete caras totalmente desconocidas se abalanzaron hacia nosotros, a abrazarnos llorando, a tomarnos el rostro con sus dos manos mirándonos como se mira a alguien que vuelve de la tumba. Una mezcla de sorpresa, alegría y honestidad.

Todos los focos estaban sobre papá y yo miraba todo desde afuera, como sabiendo que algún día escribiría esta historia. Sin embargo fui abrazado por todos, como si siempre hubiera estado ahí, como si hubiera sido su primo hermano, su sobrino. Mi tía me besaba, mis primas me tomaban de la mano, éramos familia.

Pasamos casi una semana en Córdoba ese otoño. Volvimos muchas veces más. Con mi padre, mi esposa y mi hijo. Estuvimos en casa de Chín en Mar del Plata y muchas horas en esa casa de Avenida Colón en Córdoba y en la de mi tío en Saldán. Hablamos constantemente por teléfono, no solo para cumpleaños y Navidad, lo hacemos con frecuencia, no porque debemos, porque queremos.

Desde allá lo lloraron el día de Noviembre cuando llamé a dar la noticia de su muerte. Murió primero que todos. En Costa Rica hubo una iglesia llena para despedirlo, pero en Argentina hubo corazones que tuvieron momentos para recordarlo, sobrinas que tuvieron un tío aunque fuera unos años;  hermanos que se amaron hasta el último día de una vida interrumpida por cuarenta y pico de años. Ellos volvieron a ser familia. Hoy son mi familia.

Un día cercano mi hijo va a volver a patear la pelota con sus primos en un campo cordobés. Mis tíos los van a mirar jugar y sin duda, desde ese cielo al revés argentino, Ernesto Adduci Bárcena, ese que un día tomó un barco sin destino cierto, respirará satisfecho de ver a su familia unida una vez más.

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