Recopilación y Prefacio por Ernesto Adduci
Prefacio | Los Relatos
LA VENTANA
Jorge Pomareda
Director de Arte y Diseñador
Mi primer viaje fue a Perú en 1982
Eran las 4:00 p.m. cuando me despertó el estruendo de un trueno. Abrí la ventana. Lo primero fue el olor a lluvia y concreto desconocido. Miré los techos de tejas y las sombras de alguna que otra iglesia que asomaba sobre los edificios. El cielo era gris verdoso, casi negro y aún no era de noche, pero parecía. Era una de esas tormentas de la val padana como le llaman al Valle del Po en Lombardía.

Estuve desorientado por algunos minutos, el jetlag me había dado un gancho izquierdo a la quijada y abrí los ojos tal cual había caído sobre la cama en aquel cuarto donde apenas cabían la cama y un lavatorio. Mi hogar por las primeras dos semanas en Milán como estudiante, mientras encontraba donde vivir.

Luego de dos semanas tuve que dejar el primer albergue, me quedé en un hostal temporal con baño compartido, donde se alojaban inmigrantes de África, Medio Oriente y Europa del Este. La verdad que era muy económico y a pesar de la pelusa de los bombillos de las escaleras, no estaba tan mal por el precio.

Conocí a B en la clase de italiano de la Universidad un par de semanas previas antes del inicio de los cursos para que los estudiantes que veníamos de fuera nos fuéramos aclimatando. Yo estaba frente a la pizarra de corcho en el pasillo del tercer piso de la Scuola Politecnica, mientras buscaba los anuncios de estudiantes que habían encontrado un piso para compartir. Las habitaciones desaparecían en cuestión de horas. No era para menos, en una ciudad con una población flotante de casi cien mil estudiantes que entran y salen cada año, una habitación económica es como el famoso anillo que todos quieren… un objeto preciado.

Ella me preguntó si había encontrado casa, le dije que aún no. Acto seguido apareció una estudiante japonesa, H, quién me enseñó un papel que encontró en una tiendita oriental, escrito a medias en japonés e italiano. Gracias a los meses del curso intensivo de la Dante Alighieri de los Yoses (Gracias Corinna) pude descifrar que se trataba de un apartamento de dos habitaciones, cocina, comedor y baño, en una zona periférica a dos paradas de metro de la Scuola, y el precio no estaba mal.

B me preguntó ¿Te gustan los gatos? Respondí que sí.
¿Fumas? No.

¿Te importaría compartir un apartamento con dos chicas?

¿Dónde firmo? Le dije.

Para mí ya todo esto era nuevo de por sí y no solo por estar a 10,000 kilómetros de Curridabat, sino porque fue un gran salto fuera de mi zona de confort. Compartir casa con una polaca y una japonesa, tomar turnos para hacer el mercado, cocinar, lavar y limpiar. Éramos como una comuna que se entendía mitad hablando y mitad en señas. Aprendimos que a pesar de haber crecido a miles de kilómetros de distancia teníamos tanto en común y que el ser humano sigue siendo básico en cuantos a carencias y anhelos.

Queremos lo mismo y lo encontramos en los lugares menos pensados.

También aprendí a lidiar con la burocracia legal italiana desde conseguir el permiso de soggiorno (residencia) de estudiante hasta entender la complejidad de un contrato compartido de alquiler. Peor que una fila en la Caja.

Aprendí que un cappuccino se toma solo en las mañanas y al contrario de lo que creen los americanos, no se le agrega ningún sabor artificial de nueces, calabaza o chocolate. También descubrí que las tradiciones cafeteras del espresso y el “cafecito de las tres” son necesarias para hacer una pausa y pensar qué carajo hicimos durante el día. Pero el “cafecito de las tres” gana por el pan con natilla, casera, ojalá.

Me di cuenta que cuando uno está lejos desarrolla “amnesia selectiva”, es decir olvida las cosas malas y tiende a recordar sólo las buenas. Y eso es lindo, una idealización de su país, pero sin problemas: “sólo bueno”, solo maravillas, sólo los antojos (que rico una birrita con chifrijo en….) o los buenos momentos (Liga campeón) y dejamos de lado las cosas pequeñas de las que nos quejamos todos los días.

O sea, en mi memoria la presa de la Iglesia de San Pedro hasta la Fuente de la Hispanidad dura apenas dos minutos. Y es mejor así… porque cuando uno sale a hacer mandados y lleva una hora en la presa viendo que lo único que se mueve es el agua de la bendita fuente… muchas cosas pasan por la mente.

Ese recuerdo perfecto nos hace extrañar y cuestionarnos porque dejamos atrás todo eso que queremos, como la familia. Es difícil de justificar pero siento que se resume en una sola cosa: Aprender.

Lejos de casa aprendí muchas cosas valiosas: a no echar para atrás, a no sobrepensar las cosas, a improvisar y sobre todo no tener miedo a no saber. Esto me sirvió para todo lo que venía después. Después de ese viaje, nunca más me detuve. Mi trabajo me ha llevado a vivir en tres países, filmar en más de siete y conocer cantidad increíble de gente maravillosa, amigos, ciudades y culturas mágicas.

Son las 7:00 a.m. Me despierta el silencio de la nieve. Me acerco a la ventana y a pesar de ver nevar hace ya siete años me sigue pareciendo mágico, como si fuera la primera vez.

A mi lado duerme B. Y nuestros dos hijos.

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