Recopilación y Prefacio por Ernesto Adduci
Prefacio | Los Relatos
DESCUBRIENDO EL CAIMAN

Manuel Ardón Morera
El Comandante
Mi primer viaje fue a México, en 1979

Arranco a escribir estas palabras motivado por uno de mis primeros viajes, el que sin duda alguna cambio mi manera de percibir el mundo y dentro de él mi gran país América: Cuba

Eran los años 80. Aquí en Costa Rica yo era un mozalbete de 18 años, recién egresado del Instituto de Alajuela. Iniciaba estudios generales en la Universidad Nacional, además era corredor de motocross, lo cual me apasionaba bastante; sentir ese espíritu de libertad  y aventura montado en una moto fue en mi desarrollo como persona un aliciente y una reafirmación de personalidad sin duda alguna. Eran tiempos convulsos en Centroamérica: se gestaba la ofensiva final en Nicaragua contra la dictadura de Anastasio Somoza; en el Salvador y Guatemala había fuertes movimientos insurgentes luchando por mejores suertes para sus pueblos. Yo nacido y educado en una familia de padres revolucionarios, solidarios siempre con este tipo de  causas, no podía estar ausente de ese agitado entorno.

Durante estos años desarrollé varias tareas solidarias con el pueblo de Amador y Sandino en procura de su tan esperada liberación. Es así como mis prioridades en la vida empiezan a cambiar y cada día me comprometo más con estas luchas. Es entonces donde aparece la posibilidad de viajar a Cuba a recibir entrenamiento militar. Yo dispuesto a comprometerme cada día más con esta lucha, veo la posibilidad real y me enlisto; era mi primera visita a Cuba que bien la conocía por las canciones de Silvio, Pablo, Nicola y tantos otros artistas. Mi despedida de la familia cercana fue bastante normal, para todos los efectos el muchacho iba a Cuba a estudiar sociología. El único que lloró abiertamente mi partida fue mi abuelo “Carrucho”, hombre grueso y mal encarado pero con corazón de niño en sus sentires, adverso totalmente al socialismo o cosa semejante. Así pues aborde en el Santamaría junto a 4 compañeros, 3 de ellos hombres y también una mujer. Ninguno de nosotros sabia realmente que esperar de este viaje, lo cierto del caso es que todos entendíamos que de nuestra formación se esperaba mucho a la vuelta. Había que colaborar con la lucha en ese entonces gestada, pero además de eso viajar a la tierra de Martí, de Fidel y el Ché. Conocer esa revolución y sus gentes era doblemente motivador, seriamos formados militarmente por los  hijos de los barbudos de la Sierra Maestra.

Ya en el cielo y acercándonos a la isla, caimán tornasolado que sobresale entre las Adultas Antillas, se  me produjo una sensación de ansia por tocar suelo. Es indescriptible la belleza al verla posando en medio de los mares y más aún cuando ya empiezas a descender y ver las olas salpicando las arenas y las palmeras sacudiéndose en el viento como cadenciosas siluetas de mujeres en danza común.

Por fin aterrizamos y Cuba nos recibió como debía: caliente y sudorosa. Dos hombres vestidos de militar con el inconfundible verde olivo apresuraron a tomar nuestros pasaportes para aligerar los trámites y no pasar por el chequeo normal de cualquier pasajero. Retiramos nuestro equipaje y fuimos conducidos hacia una pequeña microbús de fabricación soviética. La microbús no era de lujo ni mucho menos y los asientos nada confortables, pero bueno, el solo permitir ir descubriendo las caras de la gente, los letreros y consignas pintadas: el “Patria o Muerte Venceremos”, “Por el socialismo seremos como el Ché” y tantas otras.

Los olores a habanos y a cafés entintados, descubrir  la sonrisa en el uniforme de los escolares con sus pañoletas al cuello, ver la moda de puerto en hombres y mujeres, los carros gringos viejos y arreglados, las esquinas con sillas y mulatos jugando dominó.

La Habana se nos muestra tan cierta como radiante y gris y yo todo lo veía atento,descubriendo tras las pupilas horizontes inciertos y certeros tratando de adornarme en mi ropaje de blanco meseteño, manudo, hijo de Santamaría y mango, buscando dónde verme confundido con mis hermanos de sangre, sabiendo ciertamente lo que hoy valgo y ya sé.

Desnudamos pues algunas partes de  la Habana. No fue un paseo turístico ni mucho menos, fue como una bocanada de humo, un insipiente respiro de cigarro rápido y fugaz. Tomamos una autopista y como a la hora de cabalgar sobre la mesa gris llegamos a nuestro destino.

Era un portón común de hierro, como el de cualquier entrada a una unidad militar con caseta para guarda y esas cosas. Recorrimos al menos unos cinco kilómetros más entre campos de caña y edificaciones de una planta. Al llegar al sitio adonde seria nuestra casa, nos recibían en perfecta  formación en el patio central en medio de una insipiente arboleda un centenar de hombres y mujeres, los cuales serían nuestros hermanos de aprendizaje, experiencias, amores y vivencias múltiples.

Lo primero es lo primero: se nos entregaron los uniformes, era tiempo de cambiar los jeans y camisetas, lógicamente y como parte de la etapa de iniciación a rapar cabelleras. Esto me dolió pues yo siempre he sido de espíritu libre y medio “hippón”. Como buen hijo de Libra me dije para mis adentros ahora si la cosa va en serio.
El batallón estaba conformado por un pelotón de guatemaltecos, otro de salvadoreños y el último por un puñado de ticos, dos uruguayos, dos hondureños y unos trece chilenos.

Hoy día de  este viaje no solo vendrán a mi imágenes sobre formación militar, cada vez que recuerdo esa etapa de vida, se me sacude el corazón y me estremezco de solo pensar la fortaleza común por un noble ideal de todas las gentes conocidas a lo largo del camino, presentes todos ellos en mi memoria pero desgraciadamente ausentes muchos por los pasos marcados de la historia común de nuestra América.

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