Recopilación y Prefacio por Ernesto Adduci
Prefacio | Los Relatos
LA SANTERA

Sergio Murillo
Dentista
Mi primer viaje fue a Ecuador a los 7 años
La santera fue clara: “Vas a morir joven”. Esa lapidaria predicción borró de golpe la sonrisa con la que me había bajado del avión al tocar  suelo cubano.

Habíamos –dos amigos y yo- planeado la visita a Cuba con varios meses de anticipación. Era nuestro primer viaje desde que nos recibimos como odontólogos en la universidad y para tres solteros jóvenes, ansiosos de recorrer mundo,  visitar la alucinante Habana era  el primer paso lógico.

Al llegar alquilamos un diminuto Daewoo Matiz rojo. Entre “guaguas”  y carros viejísimos, nos aventuramos en las entrañas de la pintoresca ciudad. La fachada de la capital tiene cierta aura antigua, solemne. Al adentrarse en el corazón de la Habana se puede evidenciar las duras condiciones en que han vivido por tantos años los valientes cubanos, por culpa del bloqueo, por culpa de la revolución o por culpa de ambos, ese no era el punto en aquel momento. Éramos testigos de un mundo muy diferente al nuestro, de gentes que vivían y pensaban diferente, pero sentíamos alrededor ese calor solidario y ameno que caracteriza a las personas de la isla de la música y el sabor.

La casa que habíamos alquilado era el hogar de una familia que cuando tenían oportunidad de ganarse un dinero extra, sacaban sus cosas y la rentaban a los turistas por un precio muy cómodo. En lo personal no pude dejar de sentirme mal por desplazar a esas agradables personas de su residencia por unos días, pero la realidad a veces tiene un rostro diferente al que uno quisiera ver. La que nos mostró la casa era una mulata de risa explosiva, enfermera de profesión y madre de tres chiquillos. Ella se aseguró de dejarnos bien acomodados y hasta se ofreció a cocinarnos durante esos días.  Cada uno de nosotros tenía su propia habitación y compartíamos un baño. La cocina y el comedor eran uno solo, la sala tenía dos sillones viejos, un televisor arcaico y un altar al gran Orisha “Changó”. El extraño rincón santero estaba lleno de hierbas, amalá, hecha a base de harina de maíz, leche y quimbombó, plátanos verdes, candelitas y una estatuilla en madera de la deidad. Me encantó ver algo tan singular en medio de la sala.

La señora extendió su visita más de lo esperado a punta de conversación. Yo que no soy muy dado a hablar me limité a escuchar las historias que nuestra anfitriona contaba con tan buen ánimo. Le pareció muy extraño a ella que nosotros no estuviéramos acompañados de mujeres y se ofreció a presentarme a una sobrina suya, a quien describió como una muchachita agradable, sana, guapa, inteligente y nos dejó muy claro que no era “jinetera” (puta).  Al rato se marchó con la promesa de volver pronto.

No volvió ella, pero si mandó a la sobrina. En efecto era una chavala de 19 años, de más o menos metro sesenta, delgadita, mulata como la tía y también de risa explosiva. Era complicado entenderle ya que hablaba rapidísimo, con un acento cubano imposible y usaba muchas palabras de la jerga juvenil de la isla, que yo nunca había escuchado;  ella tenía un particular movimiento de cadera al andar, que daba la impresión de que caminaba bailando. Era claro que venía para quedarse.

Esa madrugada, ya cuando nos habíamos tomado unos rones y nos habíamos devorado a besos, mi nueva amiga me mostró que su particular movimiento de cadera tenía mil usos impensables en nuestra cama. No pude más que reír al recordar la manera brutal en que la tía le consiguió el amante de turno.

Pronto todos teníamos novia y de alguna forma había que caber en el diminuto Daewoo rojo. Una de las muchachas llevaba un CD de los Orishas, y con ese ritmo libre, rebelde,  le dábamos rienda suelta a la diversión, coqueteando con el exceso  y nos volvimos visitantes frecuentes de los antros de moda de la Habana. Yo estaba en clara desventaja con mis amigos, ya que yo no sé bailar y me sentía como un eunuco en un harem, cuando íbamos a la Marina Hemingway a escuchar las impresionantes orquestas de música tropical de la isla. Todos bailaban eufóricos, mientras yo me embriagaba con ron y me fumaba un delicioso cigarrillo del mejor tabaco oscuro que he probado en mi vida.

Bueno, pero me he perdido en la historia. El punto es que la santera me predijo una muerte joven. Ella estaba sentada en una silla de madera, vestía de blanco, sus uñas larguísimas y rojas, tenía muchos collares, pulseras y anillos, su cabeza estaba cubierta por un pañuelo blanco enorme del que colgaba un ramo tupido de florecillas rojas. La anciana fumaba un habano mientras aguardaba a su próximo cliente, que resulté ser yo.

Estábamos viendo una hermosa iglesia en el centro de la ciudad y me llamó la atención la forma en que la santera me observaba fijamente, como llamándome con los ojos. Yo respondí, caminé hacia ella, mientras la mujer acomodaba una silla al lado suyo para que yo me sentara.  Las cartas y los arcanos se pronunciaron entre la nube del humo del habano de la santera. No fueron muy condescendientes conmigo, auguraron una serie de eventos poco alentadores, así como algunos hijos, amores fracasados, éxito profesional, y sí…una muerte joven.

La anciana me dijo, mientras clavaba su pupila dilatada en mi alma, que siempre tenía que llevar conmigo un pañuelo rojo para protegerme de todo mal.

De vuelta en el Daewoo, no pude dejar de pensar en silencio en las palabras de aquella mujer, mientras mi novia hablaba sin parar cosas que yo no podía entender, o tal vez ya no quería entender.

Eventualmente, en esa extraña amalgama de ron, sexo, música, tabaco y amistad, fui olvidando las predicciones de la anciana, para concentrarme más en la experiencia que estaba viviendo. Conocí más gente, caminé por las callecitas polvorientas de la Habana y jugué dominó bajo sus puentes,  aposté con ron y me pagaron con canciones y poemas. Me empapé de la cultura, el arte y los sueños que se sueñan en Cuba, hablé con los viejos del malecón, con doctores explotados, abogadas putas y niños que bailan felices. Siempre hay una guitarra que suena, siempre hay alguien que canta, siempre hay algo que aprender en la Habana.

Comprendí que mi vida no es la vida de todos, que mis alegrías no son las alegrías de todos, ni que mis temores son temores. La ciudad del cascarón elegante y el corazón pobre,  abrió mis ojos y mi corazón, aprendí que la desgracia es menos desgracia cuando se sufre en grupo y que la alegría es más alegre cuando se comparte.

El avión de Cubana de Aviación a San José, Costa Rica despegó a las 12 mediodía, era una mañana hermosa. 

Esta América Latina nuestra, madre generosa de tantos hijos, testigo de tantas atrocidades, injusticias y sacrificios, es la misma que te despierta con un beso de sol en la frente en Buenos Aires, Managua o México.  Somos hermanos de tierra, de idioma y de sangre, separados por fronteras físicas pero unidos por la historia.

La santera tenía razón, morí joven, a los 22 años, después de entender la lección que Cuba tenía para mí. Es imposible no morir a uno mismo, a sus estándares y a sus exigencias absurdas ante la vida cuando hay tanta belleza y lecciones hermosas en las personas de esos lugares que tienen tanto que decir.

Pero por aquello, siempre llevo mi pañuelo rojo conmigo.

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