Recopilación y Prefacio por Ernesto Adduci
Prefacio | Los Relatos
LA EMOTIVIDAD COMO EQUIPAJE

Víctor Fernández G.
Periodista
Mi primer viaje fue a México en 1990
He viajado, claro que sí, mucho más de lo que mis padres lo habían hecho a mi edad. He visto maravillas, conocido gente muy loca, comido cosas muy raras y bebido cervezas de todas las procedencias posibles.

Agradezco cada una de las oportunidades que he tenido de visitar otros países distintos a Costa Rica: primero porque con cada regreso valoro más mi tierra y aprendo a disimularle las carencias y segundo porque el viaje alimenta esas ganas de seguir viajando. Es un vicio delicioso e irremediable.

Si de importancia se trata, es probable que el viaje más memorable que he emprendido fue un periplo de varias semanas que hice con mi esposa Mónica, en el 2005. Desde antes de casarnos habíamos pactado que si nos decidíamos a tener hijos, primero cruzaríamos el charco juntos.

Aquel fue mi último viaje con una cámara de fotos de rollo... y cómo gasté rollos. En poco más de tres semanas visitamos distintas ciudades de Alemania, República Checa, Italia, Francia y España. Y sí, nos llenamos la cabeza de memorias que se quedarán ahí, por siempre: comer el helado más delicioso del mundo en un pueblito alemán y la peor pasta en Roma; ser estafados por un taxista checo; perder un billete de 20 euros en una borrachera en Madrid; ver con mis propios ojos al Escriba Sentado; quedarme en una pieza frente al Guernica; bajarme de un autobús a medianoche en París sin saber para dónde agarrar; escuchar misa en francés en Notre Dame; ver a mi esposa besar la tumba de Oscar Wilde; tomar cerveza en jarra grande en Munich; ver cómo el mesero parte el cochinillo en Segovia; sonreír ante un saco de café de Costa Rica en el museo de la Mercedes Benz (¿?); cargar un bendito reloj cucú alemán por medio Europa; rendirle tributo a Jim Morrison; enfermarme del olor a podrido de los canales venecianos; ver a unos pasos de distancia a un Papa alemán que me caía mal y aún así sentirme bien; explicar a la policía aeroportuaria de Frankfort la cuchillita de souvenir que se me olvidó sacar del equipaje de mano; palpar la obra de Dalí, de Gaudí, de Picasso, de Da Vinci, de Miguel Ángel...

Otros viajes no han implicado tanta distancia recorrida pero sí experiencias igual de intensas, al relacionarse con una de mis grandes pasiones: la música. Viajar para asistir a conciertos es un placer que sólo los melómanos comprenden a plenitud. En Nueva York vi de frente a David Bowie; en Lima me enloquecí con Faith No More; en el desierto de California presencie la resurrección de Rage Against the Machine; en Boston fui parte de la gira más estrafalaria y tecnológica de U2 y en un verde anfiteatro de Wisconsin le canté feliz cumpleaños a Pearl Jam, abrazado con mi hermano y un puñado de mis mejores amigos.

Viajar sin emotividad es peor aún que no viajar. Mónica y yo hace no mucho hicimos el viaje que quizás más esperábamos, incluso más que la experiencia europea. Esta vez no éramos solo nosotros, sino que de la mano llevábamos a dos niñas –Emma y Luci– a su primera vivencia Disney. Está de más decir que dejé el corazón en cada foto que les tomé... y esta vez la cámara no era de rollo.

He viajado. Eso es lo que cuenta. ¿Cuál ha sido mi viaje más trascendente, el que me cambió la vida? Prefiero pensar que es ese que aún me falta por hacer.

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