Recopilación y Prefacio por Ernesto Adduci
Prefacio | Los Relatos
CIEN MIL PIES DE ALTURA SOBRE EL MAR

Warren Ulloa
Escritor
Mi primer viaje fue a Nueva York en el 2000
Viajar sobre el Océano Atlántico a once mil pies de altura es ya de por sí una aventura, lo es más cuando esa aventura tiene escalas en varios aeropuertos.

Seamos sinceros, es una locura, una demencia toparse con un aeropuerto gigante como el Schiphol en Ámsterdam, Holanda. Luego de una escala técnica en Panamá el siguiente destino era Holanda, de ahí Alemania, mi destino final.

El aeropuerto de Tocumén en Panamá era mi primera escala donde me esperaba el vuelo que me haría saltar el Atlántico a bordo de un gigantesco avión de KLM. La noche anterior había visto en Nat Geo un programa de catástrofes aéreas con el único objetivo de que si me avión tuviera un accidente en el que perdiera la vida, maldeciría mi suerte por no haber tenido el mismo pulso con el gordo navideño. Recuerdo que el programa que vi la noche antes de mi vuelo se trataba de un avión que caía en Carolina del Norte porque al piloto más veterano le daba un infarto y el co-piloto, por falta de experiencia, no pudo controlar el avión que terminó cayendo en un campo grande, con varios muertos y heridos.

En todo caso, el hecho de viajar a Alemania me quitaba cualquier atisbo de miedo, pese a que no soy de los que dicen que de algo se debe morir, no quiero morirme ni ahogado, ni quemado, ni en un accidente de avión. Salí de nuestro incompetente Aeropuerto Juan Santamaría -que de saber de las pésimas condiciones en los que se administra, le volaría fuego- a las tres de la tarde rumbo a Panamá, a bordo de un avión de COPA, cuyos sobrecargos eran panameños. Un vuelo muy rápido y de mero trámite. Ya en el Tocumén —que es un desorden y donde los que atienden ahí les urge cursos de atención al público— nos dimos a la tarea, mis acompañantes y yo, de buscar la manga de abordaje de nuestro siguiente vuelo. El vuelo final a Europa salía a las siete y quince hora panameña. Hicimos fila para el abordaje. No sé ustedes pero para mí ese es el momento más tétrico de un vuelo, hacer fila para montarse al avión, un Boeing enorme de la KLM, SkyTeam. Mientras entregábamos nuestros saludos y tiquetes, el piloto al pie de la escalinata daba la bienvenida. Busqué mi asiento, mis acompañantes quedaron desperdigados por el avión; lo que temía se cumplió: viajar en el medio de dos personas, un español y un chino.
Mientras el avión terminaba de llenarse del resto de pasajeros, el español estaba inquieto. Cuando de repente se cierra la escotilla, el hombre de origen catalán se pasó de asiento sin consultarle  a la sobrecargo y me dejó a mí el asiento del pasillo, que fue un consuelo para alguien como yo que mide metro noventa tres centímetros de estatura y que debería permanecer diez horas sentado. Dicho y hecho, el vuelo salió a la hora estimada, sin atraso. Un vuelo hermoso, largo y tedioso, pero muy en el fondo hermoso, porque hubo poca turbulencia, raro en los vuelos trasatlánticos. Recuerdo que a mi lado, del otro lado del pasillo, iba un tipo, holandés seguramente, que apenas hubo tomado vuelo quedó profundamente dormido.

Lo que me llamó la atención es que las sobrecargos de KLM eran señoras que proyectaban un aire maternal, lo que tranquilizó un poco mi atribulado espíritu. Una de ellas pasó a mi lado preguntando si quería café, vino, cerveza o una gaseosa. Luego medité de cómo sería la vida de sobrecargos que pasan metidas en un avión durante diez horas. En todo caso busqué algo con que entretenerme pero estaba un poco ansioso y preferí quedarme ahí, sentado, viendo y de vez en cuando parándome para no sufrir desgarres o dolores musculares y comiendo lo que quería-la comida de avión es de otro nivel gastronómico-. Al cabo de un rato me fijo en la pantalla la ruta del vuelo y me percaté que apenas salíamos del Caribe para ingresar a la vasta inmensidad del Atlántico, decidí tomarme una pastilla natural para quedar dormido y despertarme, según yo, horas más tarde, en Holanda.

Lo que pasó fue que me quedé dormido un rato, al despertar asumí que había dormido largo y tendido, máxime que habían apagado las luces del pasillo, pero para mi sorpresa si acaso había dormido diez minutos y me quedaba toda una eternidad de vuelo por delante. El señor del otro lado del pasillo roncaba y lo odié en ese momento. No porque no podía dormir para superar el trance de volar la nada, sino que de verdad tenía sueño pero no podía dormir. No soy de los que duermen en buses y lo constaté para mi desgracia en ese vuelo. Lo que sí ocurrió fue que estuve atontado por largo rato gracias a la pastilla, sumido en una rara duermevela que se esfumó cuando el chino abrió la cortina de su ventanilla para observar y entró la luz de la madrugada. Estábamos arribando a Europa según la ruta de viaje. Eso me tranquilizó un poco. Rato después las sobrecargos dieron la autorización de abrir las ventanas y la luz de la mañana ingresó al avión. Seguía en la duermevela. Me fijé en mi celular que tenía la hora tica, eran las cinco de la mañana. En Europa eran las nueve de la mañana de un domingo. Hubo en mi cabeza un lapsus raro. Hablé con el chino, me dijo que venía de Panamá e iba a Beijing en un vuelo de otras diez horas. Pobre sujeto, pensé. Es una salvajada.

Una hora más tarde la voz fangosa del piloto nos daba la bienvenida a Europa y a la ciudad de Ámsterdam y pidió que nos fijáramos en  los hermosos canales de la capital de Holanda que se podían ver desde el avión. Ver tierra luego de tanta oscuridad fue una alegría absoluta. El avión hizo la maniobra para empezar a aterrizar y respiré hondo. Pocos minutos después tocamos suelo. Esperé a mis acompañantes, un periodista y una escritora colega, ella salvadoreña. Teníamos ante nosotros el temido Schiphol, un aeropuerto poco amigable y que la gran mayoría que viaja prefiere evitar y entrar a Europa por Barajas, en Madrid. Lo curioso acá es que mientras hacíamos el papeleo de migración, un oficial enorme, mal encarado y pelirrojo como tuerca de muelle, tomó mi pasaporte, me preguntó para dónde iba. Dije Alemania, Berlín. A qué, dije que a un encuentro literario y luego quién me había invitado, le dije el Instituto Goethe. Sin más colocó su sello y dijo una broma como que nos ganaron en el Mundial, ellos Holanda. Me volví mientras recogía mis cosas de la bandeja de rayos x que tuvieron miedo, por lo que tuvieron que meter a un portero segundón. El oficial de aduanas si apenas esbozó una sonrisa.

Ahora sí, a buscar el siguiente vuelo. Nunca en mi vida había pasado tanto en aviones. La fama de aeropuerto incomodo la constaté de inmediato, teníamos si acaso cuarenta y cinco minutos para dar con la terminal del vuelo siguiente en un aeropuerto que se tomaba su tiempo en ir de un lado a otro. Apenas y llegamos a tiempo, hicimos fila y abordamos un vuelo de Ámsterdam a Berlín. Fue ahí donde caí muerto, me despertó la voz del piloto dando la bienvenida a Berlín, estaba muy descansado. Dormí el vuelo que era de una hora, por ahí.

Llegamos a Berlín, me enfrentaba ahora a la otra pesadilla, a esperar el equipaje. Por suerte mi maleta fue de las primeras en salir. Salimos a respirar el otoño de Berlín, eran las cuatro de la tarde hora de la capital alemana. Hacía un frío de diciembre pero con un sol que me hizo de una vez enamorarme de la ciudad. Nos esperaba Nathalie Dittombé una alemana de origen francés, proustiano más que todo. Ella nos guió al hotel cerca del Tiergaden, en Posmander Platz. Sobre mis impresiones en Alemania, donde estuve en Berlín, Fráncfort y Mainz, será en otra ocasión y en otro momento. Lo que sí quiero dejar en claro, que el viaje en avión es una manera de abrirnos al mundo, de ventilar los miedos, los prejuicios, la moral tan añeja y mal oliente en el tico promedio, de palpar otras culturas, otros mundos. El viaje en avión es casi un parto por las horas que se demora saltar el charco, entre diez a nueve horas y nacer a otro mundo, a otra realidad. Eso es emocionante. El viaje en avión es el medio de transporte más seguro pero de igual manera el más letal que pudo haber creado el hombre. Pero es más seguro que muramos en la ruta 27 que en un viaje en avión.

Síganos: